(En el cual los Vajkay asisten a la representación de Geishas en el teatro de Sárszeg)
El lunes por la tarde ella le dijo:
- Tienes que cortarte el pelo.
- ¿Por qué?
- Así no puedes ir al teatro. Lo llevas demasiado largo. Mira por aquí atrás.
Ákos se estaba quedando calvo en la parte superior del cráneo, pero conservaba una larga y tupida cabellera blanca en el resto. No se cortaba el pelo desde la primavera anterior y su aspecto era un tanto desaseado. La caspa moteaba las solapas de su traje.
- Vente conmigo al centro - propuso la mujer -. Pasaré por la tienda de Weisz y Socio; quiero comprarme un bolso de mano donde guardar los gemelos.
La acompañó al a tienda de regalos y artículos de fantasía. El señor Weisz los atendió personalmente y les enseñó sus géneros de primera calidad, recién llegados de Inglaterra. Ellos examinaron con detenimiento las maletas, fijándose en lo fácil que era cerrarlas. Necesitarían algo así, pero por el momento sólo se interesaron por el bolso de piel de cocodrilo que había en el escaparate.
El señor Weisz llamó al hombre flacucho y tristón que estaba sentado al fondo de la tienda, entre los libros de contabilidad, en una especie de jaula de cristal iluminada por un quinqué de luz titubeante. El hombre salió, se acercó al escaparate, volvió con el bolso, subió a una escalera, bajó otros bolsos e hizo un comentario con voz quejumbrosa y nasal. Se trataba del Socio, un talento perdido, ignorado y silenciado, cuyo nombre nadie recordaba; su rostro estaba amargado por la dispepsia. Seguramente no podía permitirse los excelentes platos de gulasch que el señor Weisz se comía.
Los Vajkay regatearon bastante hasta conseguir que les rebajaran el precio del bolso. Era caro, costaba nueve florines, pero lo consiguieron por ocho con cincuenta. Lo consideraron dinero bien gastado. Ella regresó a su casa.
Ákos, entretanto, se fue a la peluquería de la calle Gombkötő.
***
También ella estaba arreglándose el cabello; acababa de encender el quinqué en el tocador y procedía a calentar el rizador metálico. Se moldeó los mechones que le cubrían la frente, no por vanidad sino por decencia y decoro. Se empolvó la cara. Tuvo dificultades para repartir los polvos con el trozo de gamuza, ya que no veía muy bien, por lo que le quedaron algunas manchas en el cutis. Se echó unas gotas de glicerina de manos, deterioradas por tanta labor, y seguidamente sacó su único vestido elegante.
Estaba colgado en el último rincón del armario, cubierto de una sábana; se lo ponía un par de veces al año, para el Corpus, en Semana Santa o en ocasiones especiales como ésa. Así se explicaba que la prenda, que ya tenía muchos años, pareciese nueva.
Era un vestido largo de seda morada, con mangas amplias, adornos de encaje negro y una chorrera blanca alrededor del cuello. Buscó sus guantes largos de hilo negro. Se puso las joyas que había heredado de su madre, un collar de oro y piedras preciosas y unos pendientes de diamantes. Guardó los gemelos en el flamante bolso de piel de cocodrilo y también los biniculares que le había regalado a Alondra pero que ambas compartían.
***
El teatro Kisfaludy se hallaba en uno de los edificios más altos de la ciudad. Una de las salas estaba ocupada por el Café Széchenyi y la posada el mismo nombre, y en la planta superior se encontraba el salón de baile. En la otra ala estaba el teatro, una de cuyas entradas daba a una pequeña calle lateral.
Para no llamar la atención, los Vajkay accedieron al vestíbulo por este último acceso, y se dirigieron hacia el palco número dos del patio del patio de butacas. El acomodador los condujo hasta allí y les entregó el programa.
Ella se sentó en la primera fila, abrió el programa, tan minúsculo como un pañuelo de bolsillo de señora, y lo estudió. Ákos se quedó en segunda fila, observando a los músicos que, en el foso de la orquesta, justo debajo de su palco, afinaban los instrumentos. Un foco iluminaba la frente de uno de los flautistas. Los violinistas hablaban en alemán. Otro de los músicos, un checo de nariz diminuta y el rostro de un viejo apopléjico, que solía tocar en las ceremonias fúnebres, levantaba su trompa, con la que estaba librando una verdadera batalla; el instrumento parecía enrosársele en torno al cuello como si fuera un pulpo dorado dispuesto a asfixiarlo.
El lunes por la tarde ella le dijo:
- Tienes que cortarte el pelo.
- ¿Por qué?
- Así no puedes ir al teatro. Lo llevas demasiado largo. Mira por aquí atrás.
Ákos se estaba quedando calvo en la parte superior del cráneo, pero conservaba una larga y tupida cabellera blanca en el resto. No se cortaba el pelo desde la primavera anterior y su aspecto era un tanto desaseado. La caspa moteaba las solapas de su traje.
- Vente conmigo al centro - propuso la mujer -. Pasaré por la tienda de Weisz y Socio; quiero comprarme un bolso de mano donde guardar los gemelos.
La acompañó al a tienda de regalos y artículos de fantasía. El señor Weisz los atendió personalmente y les enseñó sus géneros de primera calidad, recién llegados de Inglaterra. Ellos examinaron con detenimiento las maletas, fijándose en lo fácil que era cerrarlas. Necesitarían algo así, pero por el momento sólo se interesaron por el bolso de piel de cocodrilo que había en el escaparate.
El señor Weisz llamó al hombre flacucho y tristón que estaba sentado al fondo de la tienda, entre los libros de contabilidad, en una especie de jaula de cristal iluminada por un quinqué de luz titubeante. El hombre salió, se acercó al escaparate, volvió con el bolso, subió a una escalera, bajó otros bolsos e hizo un comentario con voz quejumbrosa y nasal. Se trataba del Socio, un talento perdido, ignorado y silenciado, cuyo nombre nadie recordaba; su rostro estaba amargado por la dispepsia. Seguramente no podía permitirse los excelentes platos de gulasch que el señor Weisz se comía.
Los Vajkay regatearon bastante hasta conseguir que les rebajaran el precio del bolso. Era caro, costaba nueve florines, pero lo consiguieron por ocho con cincuenta. Lo consideraron dinero bien gastado. Ella regresó a su casa.
Ákos, entretanto, se fue a la peluquería de la calle Gombkötő.
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También ella estaba arreglándose el cabello; acababa de encender el quinqué en el tocador y procedía a calentar el rizador metálico. Se moldeó los mechones que le cubrían la frente, no por vanidad sino por decencia y decoro. Se empolvó la cara. Tuvo dificultades para repartir los polvos con el trozo de gamuza, ya que no veía muy bien, por lo que le quedaron algunas manchas en el cutis. Se echó unas gotas de glicerina de manos, deterioradas por tanta labor, y seguidamente sacó su único vestido elegante.
Estaba colgado en el último rincón del armario, cubierto de una sábana; se lo ponía un par de veces al año, para el Corpus, en Semana Santa o en ocasiones especiales como ésa. Así se explicaba que la prenda, que ya tenía muchos años, pareciese nueva.
Era un vestido largo de seda morada, con mangas amplias, adornos de encaje negro y una chorrera blanca alrededor del cuello. Buscó sus guantes largos de hilo negro. Se puso las joyas que había heredado de su madre, un collar de oro y piedras preciosas y unos pendientes de diamantes. Guardó los gemelos en el flamante bolso de piel de cocodrilo y también los biniculares que le había regalado a Alondra pero que ambas compartían.
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El teatro Kisfaludy se hallaba en uno de los edificios más altos de la ciudad. Una de las salas estaba ocupada por el Café Széchenyi y la posada el mismo nombre, y en la planta superior se encontraba el salón de baile. En la otra ala estaba el teatro, una de cuyas entradas daba a una pequeña calle lateral.
Para no llamar la atención, los Vajkay accedieron al vestíbulo por este último acceso, y se dirigieron hacia el palco número dos del patio del patio de butacas. El acomodador los condujo hasta allí y les entregó el programa.
Ella se sentó en la primera fila, abrió el programa, tan minúsculo como un pañuelo de bolsillo de señora, y lo estudió. Ákos se quedó en segunda fila, observando a los músicos que, en el foso de la orquesta, justo debajo de su palco, afinaban los instrumentos. Un foco iluminaba la frente de uno de los flautistas. Los violinistas hablaban en alemán. Otro de los músicos, un checo de nariz diminuta y el rostro de un viejo apopléjico, que solía tocar en las ceremonias fúnebres, levantaba su trompa, con la que estaba librando una verdadera batalla; el instrumento parecía enrosársele en torno al cuello como si fuera un pulpo dorado dispuesto a asfixiarlo.
1 comentario:
Este libro es una preciosidad.
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