domingo, 21 de diciembre de 2008

Yes, Virginia, there is a Santa Claus


Página editorial en The Sun, 21 sept 1897
Nos complacemos en contestar la carta que más abajo transcribimos, expresando, al mismo tiempo, nuestra gran satisfacción por el hecho de que su fiel autora se encuentre entre los amigos de THE SUN:

“ESTIMADO EDITOR: Tengo 8 años.
"Algunos de mis amiguitos dicen que Santa Claus no existe.
"Papá dice, ‘Si lo dice THE SUN, entonces es cierto’.
"Por favor, dígame la verdad, ¿existe Santa Claus?.
"
VIRGINIA O'HANLON.
"115 WEST NINETY-FIFTH STREET".

"Virginia, tus amiguitos están equivocados. Les ha afectado el escepticismo de una era escéptica. No creen más que lo que ven. Creen que no puede existir nada que no sea comprensible para sus mentes pequeñas. Todas las mentes, Virginia, sean de hombres o de niños, son pequeñas. En este gran universo nuestro, el hombre es simplemente un insecto, una hormiga, en lo que a su intelecto se refiere, comparado con el mundo ilimitado que lo rodea, según se mida la capacidad de la inteligencia para captar la verdad y el conocimiento totales.

Sí, Virginia, existe Santa Claus. Tan cierto que existe como existe el amor y la generosidad y la devoción, y tú sabes que éstos abundan y le dan a tu vida los may­o­res encantos y alegrías. ¡Ay! ¡qué sombrío sería el mundo si Santa Claus no existiera! Sería tan deprimente como si no existieran VIRGINIAS. No existiría la fe ni la ingenuidad infantiles entonces, ni la poesía, ni el encanto para hacer pasable esta existencia. No tendríamos el placer, excepto en el juicio y la vista. La luz eterna con la que la infancia llena el mundo se habría extinguido.

¡No creer en Santa Claus! Podrías del mismo modo no creer en las hadas. Podrías conseguir que tu padre contratara hombres que revisaran todas las chimeneas la noche de Navidad para atrapar a Santa Claus, pero incluso si no vieran a Santa Claus bajando, ¿qué probaría esto? Nadie ve a Santa Claus, pero eso no significa que Santa Claus no exista. Las cosas más reales en el mundo son aquellas que ni los niños ni los hombres pueden ver. ¿Has visto tú alguna vez a las hadas danzando sobre el césped? Claro que no, pero eso no es prueba de que no estén allí. Nadie puede concebir o imaginar todas las maravillas que no son ni vistas, ni visibles en el mundo.

Puedes desgarrar el sonajero de un bebé y ver por dentro qué produce el sonido, pero hay un velo que cubre el mundo oculto que no podría desgarrar ni el hombre más fuerte, ni incluso la fuerza unida de todos los hombres más fuertes que hayan existido. Sólo la fe, la fantasía, la poesía, el amor, el encanto, pueden apartar esa cortina y mirar e imaginarse la belleza y el esplendor que hay más allá. ¿Es todo real? Ah, VIRGINIA, en todo este mundo no hay nada más real y permanente.

¡Qué no existe Santa Claus! Gracias a Dios, existe y existirá siempre. Dentro de mil años, Virginia, no, dentro de diez veces diez mil años, continuará para alegrar el corazón de los niños."

Francis Pharcellus Church to Virginia O'Hanlon in the New York's Sun, September 21, 1897

Fuentes: Sycamore Review Newseum

jueves, 11 de diciembre de 2008

En el Dôme en 1923

Mrs. Dalloway said she would buy the flowers herself.
"Mrs. Dalloway" Virginia Woolf

"Por allí deambulaba T. S. Elliot, el poeta, escurriéndose con rapidez entre las mesas. Él llamaba la atención de una manera distinta a Pound: no llevaba una larga barba roja, sino que iba afeitado, gastaba sombrero y paraguas, se vestía con discreccion y miraba alrededor con ojos de miope ocultos detrás de sus gafas, tímido y asustado, como un seminarista episcopaliano que se ha internado en territorio prohibido y teme crearse mala reputación entre los feligreses al ser visto por allí. Él también era pobre, como Pound, pero llevaba la ropa planchada, iba aseado y era cortés; caminaba tan precavido entre los dadaístas parlanchines y de hirsuta cabellera reunidos en torno a Tristan Tzara como el misionero entre los salvajes. Y es que, efectivamente -como se descubrió más tarde-, era un misionero. El manuscrito que guardaba en un bolsillo -algunos poemas, en una primera versión, de La tierra baldía y los Cuatro cuartetos, de los que Pound tachaba sin la menor piedad la mitad de los versos- convirtió a una generación de poetas a una nueva fe: después de los poemas de Elliot ya no era posible escribir poesía -ni en Montparnasse ni en ningún otro lugar- como en la época de Mallarmé y Valéry. Dante fue su maestro, para recrear -entre guiños de miope- el concepto metaphor; estaba convencido de que Dante era "la mejor escuela" para los poetas: pues se trataba de un poeta que había ascendido a las alturas y descendido a las profundidades con una energía que nadie había igualado, y que sabía contar con el mínimo de adjetivos lo que había visto en el cielo y en el infierno. Elliot también era creyente, pero más por su temperamento que por sus convicciones; por eso citaba a Pascal, que era jansenista por cobardía y no tenía la fuerza suficiente para rechazar la suposición de que la gracia -la gracia según san Agustín, más eficaz que la razón o el temperamento- responde a todas las preguntas. También sabía (lo escribió al hablar sobre Dickens) que sin melodrama no existe el drama (de la misma forma que Valéry sabía que era imposible escribir novelas sin frases como ésta: "La marquesa salió de casa a las cinco de la tarde" o algo parecido). En los poemas de Elliot había una lírica llena de gravedad que vibraba detrás de las palabras, y al mismo tiempo había una ligereza y una banalidad casi periodística, como si hubiese intentado poner sobre el papel los primeros poemas pop."

"¡Tierra, tierra!" Sándor Márai

domingo, 19 de octubre de 2008

Contra Remedia Amoris




Yo no soy de ese tipo de mujeres


incapaces de amor y de ternura.


Yo sé lo que es el valor y lo que es la sangre,


aunque odie el sacrificio y me repugne


la vanidad que nace en la violencia.


Quiero ser la mujer de un mercenario,


de un poeta o de un mártir, es lo mismo.


Yo sé mirar los ojos de los hombres.


Conozco a quien merece mi ternura.




Amalia Bautista (Madrid, 1962)

Ilustración: "Adolescencia" 1947 Milton Avery

viernes, 2 de mayo de 2008

Quién de nosotros

Edward Hopper. Automat, 1927


I shall never be different.
Love me.
AUDEN

Si tu t'imagines
xa va xa va xa
va durer toujours.
QUENEAU


Querido:
Me he decidido. ¿Hubiera sido mejor discutirlo frente a frente, con la mayor serenidad posible? Tal vez, pero no importa. Podría decirte, claro, que las mujeres somos todas cobardes, pero la única verdad es que no hubiera podido enfrentar tu aturdimiento. En definitiva, ésta es la revelación: No puedo más, me voy con Lucas. No pienses lo peor, te lo ruego; no soy eso. Paulatinamente llegarás a aborrecerme, pero de cualquier manera quiero explicarte todo, aunque para ti no haya explicación.
Hemos incurrido en varias faltas, pero vislumbro que nuestra gran equivocación, la más irremediable, ha sido el no hablar nunca de ellas. La única franqueza posible, la que poseen la mayoría de las parejas que diariamente se insultan, se maldicen y disfrutan por igual sus etapas de odio y de apaciguamiento, ésa la hemos perdido. Ellos están poniendo constantemente al día el retrato del otro, saben recíprocamente a qué atenerse, pero nosotros estamos atrasados, tú respecto de mí, yo respecto de ti. Los últimos datos que poseemos, si es que poseemos alguno, del tiempo de la fraqueza, son tan antiguos que es como si vinieran de seres ajenos, desconocidos. Acaso ya no sea factible actualizarlos y estemos destinados a conservar del otro un falso recuerdo, a odiar y añorar lo que no hemos sido o, quizás, sólo lo peor de cuanto hemos sido. Estoy segura de que me desconoces, segura de que te desconozco Quién sabe cuánto de bueno y amable hubo en ti y en mí, una felicidad asequible, potencial, en la que nunca hemos reparado. Pero ya es tarde. Me he decidido.
Ahora es horrible que te lo diga (yo también me doy cuenta), pero alguna vez te he querido de veras. Esto debe sonarte como una campana rota; sin embargo, es decorosamente cierto. A menudo pensaste, sin alterarte, con tu calma de siempre, que yo quería a Lucas, pero que no podía con mi vergüenza, que me había equivocado eligiéndote y ahora pagaba mi error. Pero eras tú el equivocado. Cuando te elegí, y antes de elegirte, me gustabas. Siempre me gustaste, me gustas aún.
Entiendo perfectamente cuál fue el malentendido. Como yo discutía con Lucas, como me entusiasmaba contradiciéndole, como nos estimulábamos recíprocamente a arrojarnos las mejores agudezas, y como, por otra parte, contigo no había conflicto, interpretabas eso como un profundo interés de mi parte por las cosas de Lucas y una clara indiferencia hacia ti y tus opiniones. No se te ocurría pensar que la otra interpretación posible -y, en definitiva, la verdadera- permitía conjeturar que tú y yo éramos demasiado semejantes para estar en constante pugna, que me gustaba discutir con Lucas pero que apreciaba mucho más la sencilla paz de nuestras conversaciones. Para mí, nuestro amor estuvo siempre sobreentendido (el primer gran error, el primer silencio fallido acerca de algo que debimos decir, sin temor a nuestro ridículo privado; después me he convencido de que el amor tiene siempre, inevitablemente, algo de ridículo) y no había por qué gastar en palabras esa dicha todavía insegura, que parecía siempre próxima a desmoronarse.
A mí me bastaba darme la vuelta y cerrar los ojos, y entonces entraba en casa con la convicción de tu rostro, de tu figura espigada y conmovedora, del brazo en alto agitando los libros.
Y no había nada que comentar, pues al día siguiente llegabas a la clase y estabas sentado allá adelante y miraba tu nuca rubia e indefensa y eso bastaba para recuperar mi tranquilo enamoramiento y esperar de nuevo tu compañía hasta casa y cerrar los ojos y otra vez tenerte.
Nunca pude entender por qué insistías en acercarme a Lucas. Era un intruso, pensaba, y quería rechazarlo, quería negarlo antes de que el ilimitado prestigio suyo que me transmitías, penetrase forzosamente en nuestra disgregada seguridad. Era, por razones obvias, el representante de lo ajeno, de todas las potencias en acecho que iban a desvirtuar para siempre nuestra felicidad modesta, inconfundible, y ya lo execraba antes de conocerlo, lo odiaba sobre todo porque no podía evitar conocerlo. Lo aborrecí fielmente, escrupulosamente, aun después que hube enfrentado su aire desafiante y melancólico, su agresivo modo de sonreír y de callarse, su balanceo mientras escuchaba, sus manos en los bolsillos, su cautela y sus presentimientos.
Acaso te deba un poco de admiración, porque corriste el riesgo. Sin embargo, ese mismo riesgo te intimidó, te obligó a jugarte mezquinamente, a creerte destinado a perder. Yo discutía con Lucas, hablábamos a gritos, y sentía, presentía que estabas efectuando comprobaciones imaginarias, que habías descubierto no sé qué afinidades, no sé qué conexiones profundas y secretas que nos relacionaban a perpetuidad. Mi empecinamiento consistió en no ceder, en conseguir implacablmente un clima de violencia y, lo más desgraciado, en no aclararte nada, en esperar que vieras. Pero no sentías celos ni rabia, ni siquiera impaciencia; estabas tan seguro, tan enternecedoramente seguro y derrotado.
A veces me he preguntado de quién o de dónde te vendrá ese modo oblicuo de vivir la vida, que te hace tan atrayente como despreciable. Ni favoreces la corriente ni te opones a ella. Siempre eliges el sesgo más incómodo, el de testigo implicado.
Querido, nuestro matrimonio no ha sido un fracaso, sino algo mucho más horrible: un éxito malgastado. Toda la felicidad de que disponíamos, que era más sutil de lo que se estila; todo nuestro amor, que era más honesto que nuestro miedo, no han podido con tanto rencor acumulado, con tantas transacciones entre el orgullo y la apatía, con tan inflexible, silenciosa vergüenza.
Sé que fui tremendamente torpe al complicarme en tu decisión, pero tú me humillaste mucho más al aceptarme sin convencimiento, consciente de que no íbamos a estar solos, porque el Otro que habías creado, el Lucas de tu cosecha, se había instalado provisoriamente en ti. Sólo el tiempo necesario para atraer mi incrédula atenció. Sólo once años.
Me he decidido a no poder más, a irme con Lucas. Once años sin pena ni gloria, esperando no sé qué. De ti no venía nada. Llegabas, llegas aún a la tarde y te sientas junto a la radio y pides el mate y hablas del empleo y preguntas por las notas escolares de los chicos y dices que anoche le escribiste a él y me pides que agregue unas líneas y envía, como siempre, "cariñosos recuerdos al buen amigo Lucas". Pero la imagen de mí misma que veo en ti es de veras irreconocible, está llena de extrañeza y de una inevitable, fatigada burla.
Es tan absurdo que seamos los mismos y sin embargo hayamos perdido el valor, la capacidad de sentir asco o simpatía por el destino, por la suerte del otro. Porque no somos los mismos sino copias. Sólo copias veladas.
Once años, tú entendiéndolo todo, esperando mi prevista nostalgia que no llega, tu bendita oportunidad de mostrarte generoso y antiguo sabedor, horriblemente bien informado de mis desesos. De veras, no interesa que te diga ahora: "No puedo más, me voy con Lucas", porque vienes arrastrando once años de espera, porque ésa fue la oraciócon que desde el principio me encomendaste a ti. Después de todo, si siempre lo supiste, y qué repugnante has sido por saberlo.
Nunca me dijiste: "No puedo más. Me voy con Teresa". Siempre puedes, y sin embargo no te irías ahora ni nunca. La conozco, la he visto, he hablado con ella. ¿Te sorprende? Es una buena mujer, que hace lo que puede y te da lo que tiene: un cuerpo admirable que, en definitiva, a ti no te interesa. Nos hemos prometido no decirte nunca que nos conocíamos, pero ya no tiene objeto esa promesa. No la desprecies, no la ofendas. Más bien, protégela, te hará bien. Necesitas proteger a alguien, y yo estoy fuera de tu protección. (A pesar de las apariencias, este modo de escribirte no es cinismo. El cinismo sólo es un residuo del odio, y aún no te odio.)
Tres veces me he visto con Lucas. Todo se hizo como tú, sin decirlo, querías. Pero cómo has esperado este encuentro. Cuánto hubieras dado por oficiar una vez más de testigo implicado, por escudriñar en el fondo de nuestras miradas y descubrir, por fin, la connivencia que profetizabas. Formulado el anuncio, preparaste el terreno, igual que aquellos fabricantes de evangelios que acomodaban la historia a las profecías.
Has pasado once años imaginando el instante de devolverme a Lucas, disfrutando por anticipado de tu sacrificio. Y eras tan inteligente que nunca lo mencionabas, como si nuestra vida imperturbable, nuestro inefable, aborrecido idilio, se alimentara exclusivamente de esa horrible complicidad.
Es necesario que te dé la razón, esa execrable razón que pacientemente has fabricado. Pero no puedo perdonarte. No puedo perdonarte que me hayas hecho preferir a Lucas, cuando era tanto mejor quererte a ti. No puedo perdonarte la sensación de cansancio e impureza que inexorablemente acompañó mi enamoramiento de Lucas, ni siquiera el simple hecho de descubrir que no puedo amarlo a él sin menospreciarte definitivamente. No puedo perdonarte haber llegado a ser tanto pero de lo que quise.
Me decidido a pesar de los niños. Ahora que vamos a encararlo todo con abominable sinceridad, no sólo debo averiguar qué lugar ocuparán ellos en nuestro futuro, sino también qué importancia han tenido hasta aquí. Los hijos unen, dicen (entre los felices), los mejor dotados de ingenuidad. Los hijos atan, dicen, entre los desgraciados, los de más exaltada estupiedez. Tú y yo podemos atestiguar que no nos unieron: ni siquiera nos atan. Ellos también ofician de testigos.
Pero tú esperas los pormenores... Mira, la evolución ha sido perfecta. Desde el primer encuentro, en que hablamos largamente de ti, hasta la próxima cita, dentro de dos horas, en la que pienso leerle tu empalagosa carta. Sólo puedo desprenderme de ti si te desprecio. Y necesito despreciarte. Necesito recibir su mirada de burla y comprensión cuando le lea las palabras mimosas que me dedicas.
No hemos hablado aún del futuro inmediato, pero puedes estar tranquilo, sé que me voy con él. Lo percibo en su modo tendencioso de repasar nuestra adolescencia, en su risa nerviosa e hiriente que estalla a menudo y siempre me hace mal, en la copasiva repulsión con que te menciona, en sus ojos que vuelven a desearme.
Además sé que con él no voy a callar. Quiero desconfiar del sobreentendido, del pudor y de la vergüenza. Esta vez quiero decirlo todo, lo exquisito y lo repugnante, para que nada quede abandonado a la imaginación, para que nada pueda traicionarnos.
Después de todo, te agradezco esa porfiada disponibilidad sin escrúpulos. No necesito echarlo a cara o cruz. Me has ahorrado la angustia de la dignidad, y eso ya es bastante.
Claro, no puede ser éste el amor que alguna vez esperé, ese amor que ya ni sé cómo debía ser, que ya no puedo rescatar del recuerdo. De todos modos, no puede ser este rudimentario deseo de ser tocada por él, sin que nada me importen las opiniones que tuvo y que tiene. No puede ser este histérico anhelo de acostarme con él, sin que me inquieten en absoluto la posible sabiduría de nuestras charlas futuras, la saludable comunión de nuestros ideales y otras aburridas convenciones que solían inquietarme respecto de ti. No puede ser, pero no importa.
Si mi madre me enseñaba, con soberbias palizas, a no hacerme ilusiones, yo he aprendido por mí misma a no hacerme esperanzas. Lucas está aquí, como una limitada, como una insólita, accesible felicidad, y yo, con las disculpables culpas que tú y yo conocemos, y que sólo me molestan como un mal menor, como un dolor de muelas o un lumbago, quiero asir la ocasión, quiero ofrecerme a él, porque él es el presente y yo creo en el presente. Después de todo es la única religión disponible.
Por ahora déjame suponer que los chicos no complicarán tu vida y que tú no complicarás la de quien ya no puede ser tu

ALICIA



Citas y fragmento de "Quién de nosotros" de Mario Benedetti
Fuentes: Cities
ard Hopper

martes, 22 de abril de 2008

Las pequeñas épsilon

"Las amarguras que el tiempo arroja dentro de mí las sustrae de mis poemas. Me he llenado de arrugas, para permanecer terso ahí donde nadie me recordará. Una rosa que se vuelve poesía te puede destrozar mucho más que un puñetazo que no se vuelve poesía. Millares de palabras se marchitan en los libros rojos, cuando una simple muchacha dispara. Al parecer, incluso para derrocar gobiernos -qué triunfo- se necesita la buena calidad. En la tristeza de la interminable mediocridad que nos ahoga por todos lados, me consuela que en algún lugar, en alguna habitación pequeña, algunos obstinados luchan por eliminar el desgaste. Con pleno conocimiento de que un día este planeta se congelará o se incendiará junto con sus logros. Ellos, otro tipo de héroes, son los que harán quedar bien a la alguna vez humanidad. Extraño: en nombre del humanismo, desde siempre los pueblos han dado dos pasos adelante y los poetas dos pasos atrás. No nos engañemos. No te haces vegetariano comiendo cordero pintado de verde. Que reduzcas un poema a su sentido esencial no tiene ningún sentido. Una cámara fotográfica oculta en la mala poesía nos condena a volver a ver aquello que hemos visto muchas veces -y a no ver aquello que nunca hemos visto.

Seguramente la capacidad de observación es un gran defecto para el poeta que, al final, acaba tomando las nubes por nubes. Muchas mentiras esperan en fila para ocupar el lugar de la verdad. Al menos mintamos correctamente. Muchos en la poesía, porque resulta que son feos, proclaman que Dios hizo feo al mundo. Algunos incluso llegan más lejos: porque alguna vez estuvieron en peligro de ahogarse, insisten en que el mar no es azul. No percibes la magia con la interpretación de la magia, mucho menos con la descripción de la interpretación de la magia. O cantas, o callas. No dices: esto que hago es canto. Eso faltaba. Si los pájaros pensaran nos arrojarían piedras -perdón, quise decir excrementos. En nuestros tiempos se admira más al diamante que se vuelve carbón que al carbón que se vuelve diamante. La sensación del fracaso continúa siendo el buen conductor de las emociones en una mayoría a la que, queriéndolo o no, este complejo la domina toda su vida. Joven, recuerda: no te haces esclavo cuando te somete sólo quien tiene el poder -sino también quien lucha en su contra. Olor de los Textos: a madera húmeda en el fuego, o a hojas podridas, o a habitación vacía. Y más: a piedra ardiente en el sol, a establo, a cabello sin lavar de una mujer hermosa. ¡Pobre Guerlain! Cuidado con la emoción. Si es hechicera, no deja de ser embustera.

De la misma manera en que a veces una palabra (no necesariamente bonita o rara) se vuelve el pretexto para crear todo un verso, de tal modo que esa palabra pueda encontrar su lugar preciso y resplandezca, ese verso, a su vez, por la misma razón, se vuelve a veces pretexto para crear todo un poema, cuyo contenido, si nació de dos o tres sílabas humildes, como sentido está tan alejado de ellas como un hombre completo del placer de un instante, que se volvió la razón de que existiera. Toda gran música, en el fondo, es un menosprecio de la muerte. Lo Uno y lo Absoluto que concibe nuestra mente es lo mucho y lo relativo de los demás, llevados a la claridad de la unidad. La distancia de la "nada'' a lo "mínimo'' es mucho más grande que la de lo "mínimo'' a lo "mucho''. Grecia es el país dorado de la Poquedad que inutiliza el valor del número; pero también el país negro de lo Desigual, donde ningún destino se corta a la medida dada del inicio. En la vida, que aciertes a algunas codornices significa: las mataste. En el arte: las resucitaste. El arte, aun cuando se dirige hacia la muerte, la sube; no cae dentro de ella. Y es por eso que cuanto más se agota la vida, tanto más la obra flota con la cabeza de fuera. Sólo que, a veces, algunos no perciben el espejo y se rompen la cara. Si hay algo que teme el artista consciente es que sabe que los cadáveres de las malas obras son peores que los del hombre. Es cómico, pero las palabras que te ayudan a vivir al otro le ayudan a matarte. "

Odysseus Elytis (Grecia, 1911-1996) Premio Nobel de Literatura en 1979


Ilustración:
Fresco en Akrotiri, Thera