martes, 6 de marzo de 2007

Momentos

“De pronto, el teniente dejó de tocar y la miró.
- ¿Está usted llorando? - Ella se secó los ojos a toda prisa -. Le ruego que me perdone. La música es indiscreta. Puede que la mía le recuerde a alguien ausente....
- ¡No, a nadie! - murmuró ella a su pesar -. Eso es precisamente lo que ... Nadie...
Se quedaron callados. El teniente bajó la tapa del piano.
- Señora, después de la guerra volveré. Permítame volver. Todas las disputas entre Francia y Alemania serán antiguallas, estarán olvidadas... al menos durante quince años. Una tarde, llamaré a la puerta. Usted me abrirá y no me reconocerá, porque iré de paisano. Entonces le diré: Soy el oficial alemán... ¿Se acuerda? Es tiempo de paz, de felicidad, de libertad. He venido por usted. Venga, vayámonos juntos. La llevaré a visitar un montón de países. Yo, naturalmente, seré un compositor célebre y usted estará tan guapa como ahora...
- ¿Y su mujer y mi marido? ¿Qué hacemos con ellos? – le preguntó Lucile, esforzándose en reír.
El teniente silbó por lo bajo.
- ¡A saber dónde estarán! Y dónde estaremos nosotros... Pero se lo digo muy en serio, señora: volveré.
- Siga tocando - murmuró ella tras un breve silencio.
- ¡No, se acabó! El exceso de música es gefährlich, peligroso. Ahora, sea una señora de mundo. Invíteme a tomar el té.
- En Francia ya no queda té, mein Herr. Puedo ofrecerle vino de Frontignan y bizcochos. ¿Le apetece?
- ¡Ya lo creo! Pero, por favor, no llame a su criada. Permítame ayudarla a poner la mesa. Dígame, ¿dónde están los manteles? ¿En ese cajón? Déjeme escoger: ya sabe que nosotros los alemanes no tenemos ni pizca de tacto. Elijo rosa, no, el blanco con florecitas bordadas... ¿por usted, tal vez?
- ¡Pues sí!”.

***

“... en su alma había una especie de calor que jamás había sentido. Hasta sus movimientos eran más sueltos, más seguros que de costumbre, y su propia voz resonaba en sus oídos como si fuera la de una desconocida: más baja de lo habitual, más profunda y vibrante; no la reconocía. Pero lo más delicioso era aquel aislamiento dentro de la casa hostil, unido a aquella extraña seguridad: no vendría nadie, no habría cartas, ni visitas ni teléfono. Y como esa mañana se había olvidado darle cuerda (“Naturalmente, cuando yo no estoy, todo va a la deriva”, diría su suegra), hasta el reloj, aquel reloj que la angustiaba con sus profundas y melancólicas campanadas, estaba callado. Para colmo, la tormenta había vuelto a inutilizar la central eléctrica; durante unas horas, la región estaría sin luz y sin radio. La radio, muda... ¡Qué descanso! No había tentación posible. No se podría buscar París, Londres, Berlín o Boston en el negro del dial. No se podrían oír esas malditas, invisibles, lúgubres voces que hablaban de barcos hundidos, aviones derribados y ciudades bombardeadas, que anunciaban futuras matanzas... Bendita paz... Hasta la noche, nada; sólo las lentas horas, una presencia humana, un vino suave y aromático, música, largos silencios, la felicidad... “

Fragmentos de la novela “Suite francesa”. I. Némirovsky.
Ilustración de Picasso.

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