viernes, 1 de mayo de 2015

Una lectura como espectáculo

Mark Twain
Teníamos que poner en circulación una nueva conferencia cada temporada (Nasby con el resto), y exponerla en la llamada “Gala Estrella” en Boston, para un primer veredicto, y ante una audiencia de 2.500 personas en el viejo Music Hall. Porque los liceos del país decidían el valor comercial de cada conferencia a través de este veredicto. La campaña no empezaba en realidad en Boston, sino en las poblaciones de alrededor. No aparecíamos en Boston, hasta que no hubiéramos ensayado por lo menos durante un mes en aquellos pueblos y hecho las necesarias correcciones y revisiones.
El sistema lograba reunir a toda la tribu de la ciudad a principios de octubre, y pasábamos unos ratos relajados y llenos de contactos sociales durante unas semanas. Vivíamos en el Young’s Hotel; pasábamos el día en las oficinas de Redpath, fumando y hablando de nuestro trabajo y al atardecer nos repartíamos por los pueblos para que nos hicieran ver lo bueno y lo malo de las nuevas conferencias. El público del campo es un público difícil; un párrafo que apruebe un simple murmullo puede representar un tumulto en la ciudad. Un éxito en el campo significa un triunfo en la ciudad. Y así, cuando finalmente llegábamos a entrar en el gran escenario del Music Hall, ya teníamos el veredicto en nuestros bolsillos.
Pero a veces los conferenciantes que eran “nuevos en el negocio” no conocían el valor de aquello que se llamaba “probarlo primero con el perro”, y llegaban al Music Hall con un producto que no había sido previamente experimentado. Hubo un caso de este tipo que nos puso a algunos bastante nerviosos cuando vimos el anuncio. De Cordova - humorista - era el hombre que verdaderamente nos tenía preocupados. Pienso que tendría otro nombre, pero se me ha olvidado cuál era. Había estado publicando algunas cosillas supuestamente humorísticas en las revistas que habían sido recibidas de forma más o menos favorable y que le habían dado un cierto nombre. Y ahora se presentaba furtivamente ante nosotros, lo que, ciertamente, nos cogió por sorpresa. Varios de nosotros nos sentimos verdaderamente incómodos, demasiado incómodos como para conferenciar. Tuvimos fingidos compromisos que cumplir y nos quedamos en la ciudad. Ocupamos sillas de primera fila en una de aquellas grandiosas galerías - Nasby, Billings y yo- y esperamos. La sala estaba llena. Cuando apareció De Cordova, fue recibido con lo que consideramos era algo que sobrepasaba el volumen más indecente de cualquier bienvenida. Pienso que no estábamos celosos, ni siquiera envidiosos, pero aquello, de todas formas, nos puso enfermos. Cuando me di cuenta de que iba a leer una historia humorística - del manuscrito -, me sentí mejor y esperanzado, pero todavía nervioso. Tenía un decorado estilo Dickens con un elevado armazón adornado con tapizados y se había colocado tras él y bajo la fila de luces ocultas situada sobre su cabeza. Todo el conjunto tenía un aspecto fino y estiloso y causaba bastante impresión. El público estaba tan seguro de que iba a mostrarse divertido, que confió en una docena de sus primeras manifestaciones y se rió con cordialidad – tan cordialmente, cierto, que casi nos resultaba imposible de soportar – y nos sentimos verdaderamente descorazonados. Todavía trataba yo de pensar que fracasaría, porque me di cuenta de que no sabía leer en público.
Al poco, la risa empezó a relajarse. Luego empezó a durar menos. Después, a perder espontaneidad. Más tarde, a mostrar bastantes silencios. Los silencios se hicieron más amplios. Aumentaron en amplitud. Y más. Y mucho más. Ya no había más que silencios, con aquella voz sin educar y mortecina sonando sobre ellos como un moscardón. Después la sala se quedó como muerta y sin la más mínima emoción durante los siguientes y eternos diez minutos. Se nos escapó un profundo suspiro. Debería haber sido un suspiro de lástima por aquel derrotado compañero de artes escénicas, pero no: porque éramos mezquinos y egoístas, como el resto de la especie humana, y se trataba de un suspiro de satisfacción al ver a nuestro inofensivo hermano caer. Ahora estaba ya apurado y nervioso; se enjugaba la cara constantemente con el pañuelo, y su voz y sus movimientos eran ya una humilde llamada a la compasión; parecía que pedía ayuda, caridad; era algo patético de ver. Pero la sala seguía fría e imperturbable y le miraba con curiosidad y como preguntándose algo.
Había un hermoso reloj en la pared, allá arriba. Al poco, las miradas de todos se olvidaron del lector y se fijaron insistentemente en la esfera del reloj. Sabíamos por funesta experiencia lo que aquello significaba; sabíamos lo que iba a suceder, pero estaba claro que el lector no había sido prevenido y seguía ignorante de todo. Ya eran casi las nueve. Media sala mirando al reloj, el lector a lo suyo. Faltando cinco minutos para las nueve, mil doscientas personas se levantaron de sus asientos como en un solo impulso y se lanzaron a los pasillos hacia las puertas de salida. El lector se quedó como una persona a la que de repente le ha dado una parálisis. Empezó a respirar con dificultad, a quedarse sin aliento durante unos cuantos minutos, mirando con un horror pálido aquella desbandada. Luego se giró pesadamente y se fue alejando del estrado con el paso incierto y vacilante de uno que camina en sueños.
La culpa la tenía la dirección. Deberían haberle dicho que los últimos coches suburbanos salían a las nueve, y que la mitad de la sala se levantaría para marcharse, daba lo mismo quién estuviera hablando en el estrado. Creo que De Cordova nunca volvió a aparecer en público.

Mark Twain Autobiografía. 
Traducción de Federico Eguíluz.

No hay comentarios: