I shall never be different.
Love me.
AUDEN
Si tu t'imagines
xa va xa va xa
va durer toujours.
QUENEAU
Love me.
AUDEN
Si tu t'imagines
xa va xa va xa
va durer toujours.
QUENEAU
Querido:
Me he decidido. ¿Hubiera sido mejor discutirlo frente a frente, con la mayor serenidad posible? Tal vez, pero no importa. Podría decirte, claro, que las mujeres somos todas cobardes, pero la única verdad es que no hubiera podido enfrentar tu aturdimiento. En definitiva, ésta es la revelación: No puedo más, me voy con Lucas. No pienses lo peor, te lo ruego; no soy eso. Paulatinamente llegarás a aborrecerme, pero de cualquier manera quiero explicarte todo, aunque para ti no haya explicación.
Hemos incurrido en varias faltas, pero vislumbro que nuestra gran equivocación, la más irremediable, ha sido el no hablar nunca de ellas. La única franqueza posible, la que poseen la mayoría de las parejas que diariamente se insultan, se maldicen y disfrutan por igual sus etapas de odio y de apaciguamiento, ésa la hemos perdido. Ellos están poniendo constantemente al día el retrato del otro, saben recíprocamente a qué atenerse, pero nosotros estamos atrasados, tú respecto de mí, yo respecto de ti. Los últimos datos que poseemos, si es que poseemos alguno, del tiempo de la fraqueza, son tan antiguos que es como si vinieran de seres ajenos, desconocidos. Acaso ya no sea factible actualizarlos y estemos destinados a conservar del otro un falso recuerdo, a odiar y añorar lo que no hemos sido o, quizás, sólo lo peor de cuanto hemos sido. Estoy segura de que me desconoces, segura de que te desconozco Quién sabe cuánto de bueno y amable hubo en ti y en mí, una felicidad asequible, potencial, en la que nunca hemos reparado. Pero ya es tarde. Me he decidido.
Ahora es horrible que te lo diga (yo también me doy cuenta), pero alguna vez te he querido de veras. Esto debe sonarte como una campana rota; sin embargo, es decorosamente cierto. A menudo pensaste, sin alterarte, con tu calma de siempre, que yo quería a Lucas, pero que no podía con mi vergüenza, que me había equivocado eligiéndote y ahora pagaba mi error. Pero eras tú el equivocado. Cuando te elegí, y antes de elegirte, me gustabas. Siempre me gustaste, me gustas aún.
Entiendo perfectamente cuál fue el malentendido. Como yo discutía con Lucas, como me entusiasmaba contradiciéndole, como nos estimulábamos recíprocamente a arrojarnos las mejores agudezas, y como, por otra parte, contigo no había conflicto, interpretabas eso como un profundo interés de mi parte por las cosas de Lucas y una clara indiferencia hacia ti y tus opiniones. No se te ocurría pensar que la otra interpretación posible -y, en definitiva, la verdadera- permitía conjeturar que tú y yo éramos demasiado semejantes para estar en constante pugna, que me gustaba discutir con Lucas pero que apreciaba mucho más la sencilla paz de nuestras conversaciones. Para mí, nuestro amor estuvo siempre sobreentendido (el primer gran error, el primer silencio fallido acerca de algo que debimos decir, sin temor a nuestro ridículo privado; después me he convencido de que el amor tiene siempre, inevitablemente, algo de ridículo) y no había por qué gastar en palabras esa dicha todavía insegura, que parecía siempre próxima a desmoronarse.
A mí me bastaba darme la vuelta y cerrar los ojos, y entonces entraba en casa con la convicción de tu rostro, de tu figura espigada y conmovedora, del brazo en alto agitando los libros.
Y no había nada que comentar, pues al día siguiente llegabas a la clase y estabas sentado allá adelante y miraba tu nuca rubia e indefensa y eso bastaba para recuperar mi tranquilo enamoramiento y esperar de nuevo tu compañía hasta casa y cerrar los ojos y otra vez tenerte.
Nunca pude entender por qué insistías en acercarme a Lucas. Era un intruso, pensaba, y quería rechazarlo, quería negarlo antes de que el ilimitado prestigio suyo que me transmitías, penetrase forzosamente en nuestra disgregada seguridad. Era, por razones obvias, el representante de lo ajeno, de todas las potencias en acecho que iban a desvirtuar para siempre nuestra felicidad modesta, inconfundible, y ya lo execraba antes de conocerlo, lo odiaba sobre todo porque no podía evitar conocerlo. Lo aborrecí fielmente, escrupulosamente, aun después que hube enfrentado su aire desafiante y melancólico, su agresivo modo de sonreír y de callarse, su balanceo mientras escuchaba, sus manos en los bolsillos, su cautela y sus presentimientos.
Acaso te deba un poco de admiración, porque corriste el riesgo. Sin embargo, ese mismo riesgo te intimidó, te obligó a jugarte mezquinamente, a creerte destinado a perder. Yo discutía con Lucas, hablábamos a gritos, y sentía, presentía que estabas efectuando comprobaciones imaginarias, que habías descubierto no sé qué afinidades, no sé qué conexiones profundas y secretas que nos relacionaban a perpetuidad. Mi empecinamiento consistió en no ceder, en conseguir implacablmente un clima de violencia y, lo más desgraciado, en no aclararte nada, en esperar que vieras. Pero no sentías celos ni rabia, ni siquiera impaciencia; estabas tan seguro, tan enternecedoramente seguro y derrotado.
A veces me he preguntado de quién o de dónde te vendrá ese modo oblicuo de vivir la vida, que te hace tan atrayente como despreciable. Ni favoreces la corriente ni te opones a ella. Siempre eliges el sesgo más incómodo, el de testigo implicado.
Querido, nuestro matrimonio no ha sido un fracaso, sino algo mucho más horrible: un éxito malgastado. Toda la felicidad de que disponíamos, que era más sutil de lo que se estila; todo nuestro amor, que era más honesto que nuestro miedo, no han podido con tanto rencor acumulado, con tantas transacciones entre el orgullo y la apatía, con tan inflexible, silenciosa vergüenza.
Sé que fui tremendamente torpe al complicarme en tu decisión, pero tú me humillaste mucho más al aceptarme sin convencimiento, consciente de que no íbamos a estar solos, porque el Otro que habías creado, el Lucas de tu cosecha, se había instalado provisoriamente en ti. Sólo el tiempo necesario para atraer mi incrédula atenció. Sólo once años.
Me he decidido a no poder más, a irme con Lucas. Once años sin pena ni gloria, esperando no sé qué. De ti no venía nada. Llegabas, llegas aún a la tarde y te sientas junto a la radio y pides el mate y hablas del empleo y preguntas por las notas escolares de los chicos y dices que anoche le escribiste a él y me pides que agregue unas líneas y envía, como siempre, "cariñosos recuerdos al buen amigo Lucas". Pero la imagen de mí misma que veo en ti es de veras irreconocible, está llena de extrañeza y de una inevitable, fatigada burla.
Es tan absurdo que seamos los mismos y sin embargo hayamos perdido el valor, la capacidad de sentir asco o simpatía por el destino, por la suerte del otro. Porque no somos los mismos sino copias. Sólo copias veladas.
Once años, tú entendiéndolo todo, esperando mi prevista nostalgia que no llega, tu bendita oportunidad de mostrarte generoso y antiguo sabedor, horriblemente bien informado de mis desesos. De veras, no interesa que te diga ahora: "No puedo más, me voy con Lucas", porque vienes arrastrando once años de espera, porque ésa fue la oraciócon que desde el principio me encomendaste a ti. Después de todo, si siempre lo supiste, y qué repugnante has sido por saberlo.
Nunca me dijiste: "No puedo más. Me voy con Teresa". Siempre puedes, y sin embargo no te irías ahora ni nunca. La conozco, la he visto, he hablado con ella. ¿Te sorprende? Es una buena mujer, que hace lo que puede y te da lo que tiene: un cuerpo admirable que, en definitiva, a ti no te interesa. Nos hemos prometido no decirte nunca que nos conocíamos, pero ya no tiene objeto esa promesa. No la desprecies, no la ofendas. Más bien, protégela, te hará bien. Necesitas proteger a alguien, y yo estoy fuera de tu protección. (A pesar de las apariencias, este modo de escribirte no es cinismo. El cinismo sólo es un residuo del odio, y aún no te odio.)
Tres veces me he visto con Lucas. Todo se hizo como tú, sin decirlo, querías. Pero cómo has esperado este encuentro. Cuánto hubieras dado por oficiar una vez más de testigo implicado, por escudriñar en el fondo de nuestras miradas y descubrir, por fin, la connivencia que profetizabas. Formulado el anuncio, preparaste el terreno, igual que aquellos fabricantes de evangelios que acomodaban la historia a las profecías.
Has pasado once años imaginando el instante de devolverme a Lucas, disfrutando por anticipado de tu sacrificio. Y eras tan inteligente que nunca lo mencionabas, como si nuestra vida imperturbable, nuestro inefable, aborrecido idilio, se alimentara exclusivamente de esa horrible complicidad.
Es necesario que te dé la razón, esa execrable razón que pacientemente has fabricado. Pero no puedo perdonarte. No puedo perdonarte que me hayas hecho preferir a Lucas, cuando era tanto mejor quererte a ti. No puedo perdonarte la sensación de cansancio e impureza que inexorablemente acompañó mi enamoramiento de Lucas, ni siquiera el simple hecho de descubrir que no puedo amarlo a él sin menospreciarte definitivamente. No puedo perdonarte haber llegado a ser tanto pero de lo que quise.
Me decidido a pesar de los niños. Ahora que vamos a encararlo todo con abominable sinceridad, no sólo debo averiguar qué lugar ocuparán ellos en nuestro futuro, sino también qué importancia han tenido hasta aquí. Los hijos unen, dicen (entre los felices), los mejor dotados de ingenuidad. Los hijos atan, dicen, entre los desgraciados, los de más exaltada estupiedez. Tú y yo podemos atestiguar que no nos unieron: ni siquiera nos atan. Ellos también ofician de testigos.
Pero tú esperas los pormenores... Mira, la evolución ha sido perfecta. Desde el primer encuentro, en que hablamos largamente de ti, hasta la próxima cita, dentro de dos horas, en la que pienso leerle tu empalagosa carta. Sólo puedo desprenderme de ti si te desprecio. Y necesito despreciarte. Necesito recibir su mirada de burla y comprensión cuando le lea las palabras mimosas que me dedicas.
No hemos hablado aún del futuro inmediato, pero puedes estar tranquilo, sé que me voy con él. Lo percibo en su modo tendencioso de repasar nuestra adolescencia, en su risa nerviosa e hiriente que estalla a menudo y siempre me hace mal, en la copasiva repulsión con que te menciona, en sus ojos que vuelven a desearme.
Además sé que con él no voy a callar. Quiero desconfiar del sobreentendido, del pudor y de la vergüenza. Esta vez quiero decirlo todo, lo exquisito y lo repugnante, para que nada quede abandonado a la imaginación, para que nada pueda traicionarnos.
Después de todo, te agradezco esa porfiada disponibilidad sin escrúpulos. No necesito echarlo a cara o cruz. Me has ahorrado la angustia de la dignidad, y eso ya es bastante.
Claro, no puede ser éste el amor que alguna vez esperé, ese amor que ya ni sé cómo debía ser, que ya no puedo rescatar del recuerdo. De todos modos, no puede ser este rudimentario deseo de ser tocada por él, sin que nada me importen las opiniones que tuvo y que tiene. No puede ser este histérico anhelo de acostarme con él, sin que me inquieten en absoluto la posible sabiduría de nuestras charlas futuras, la saludable comunión de nuestros ideales y otras aburridas convenciones que solían inquietarme respecto de ti. No puede ser, pero no importa.
Si mi madre me enseñaba, con soberbias palizas, a no hacerme ilusiones, yo he aprendido por mí misma a no hacerme esperanzas. Lucas está aquí, como una limitada, como una insólita, accesible felicidad, y yo, con las disculpables culpas que tú y yo conocemos, y que sólo me molestan como un mal menor, como un dolor de muelas o un lumbago, quiero asir la ocasión, quiero ofrecerme a él, porque él es el presente y yo creo en el presente. Después de todo es la única religión disponible.
Por ahora déjame suponer que los chicos no complicarán tu vida y que tú no complicarás la de quien ya no puede ser tu
Me he decidido. ¿Hubiera sido mejor discutirlo frente a frente, con la mayor serenidad posible? Tal vez, pero no importa. Podría decirte, claro, que las mujeres somos todas cobardes, pero la única verdad es que no hubiera podido enfrentar tu aturdimiento. En definitiva, ésta es la revelación: No puedo más, me voy con Lucas. No pienses lo peor, te lo ruego; no soy eso. Paulatinamente llegarás a aborrecerme, pero de cualquier manera quiero explicarte todo, aunque para ti no haya explicación.
Hemos incurrido en varias faltas, pero vislumbro que nuestra gran equivocación, la más irremediable, ha sido el no hablar nunca de ellas. La única franqueza posible, la que poseen la mayoría de las parejas que diariamente se insultan, se maldicen y disfrutan por igual sus etapas de odio y de apaciguamiento, ésa la hemos perdido. Ellos están poniendo constantemente al día el retrato del otro, saben recíprocamente a qué atenerse, pero nosotros estamos atrasados, tú respecto de mí, yo respecto de ti. Los últimos datos que poseemos, si es que poseemos alguno, del tiempo de la fraqueza, son tan antiguos que es como si vinieran de seres ajenos, desconocidos. Acaso ya no sea factible actualizarlos y estemos destinados a conservar del otro un falso recuerdo, a odiar y añorar lo que no hemos sido o, quizás, sólo lo peor de cuanto hemos sido. Estoy segura de que me desconoces, segura de que te desconozco Quién sabe cuánto de bueno y amable hubo en ti y en mí, una felicidad asequible, potencial, en la que nunca hemos reparado. Pero ya es tarde. Me he decidido.
Ahora es horrible que te lo diga (yo también me doy cuenta), pero alguna vez te he querido de veras. Esto debe sonarte como una campana rota; sin embargo, es decorosamente cierto. A menudo pensaste, sin alterarte, con tu calma de siempre, que yo quería a Lucas, pero que no podía con mi vergüenza, que me había equivocado eligiéndote y ahora pagaba mi error. Pero eras tú el equivocado. Cuando te elegí, y antes de elegirte, me gustabas. Siempre me gustaste, me gustas aún.
Entiendo perfectamente cuál fue el malentendido. Como yo discutía con Lucas, como me entusiasmaba contradiciéndole, como nos estimulábamos recíprocamente a arrojarnos las mejores agudezas, y como, por otra parte, contigo no había conflicto, interpretabas eso como un profundo interés de mi parte por las cosas de Lucas y una clara indiferencia hacia ti y tus opiniones. No se te ocurría pensar que la otra interpretación posible -y, en definitiva, la verdadera- permitía conjeturar que tú y yo éramos demasiado semejantes para estar en constante pugna, que me gustaba discutir con Lucas pero que apreciaba mucho más la sencilla paz de nuestras conversaciones. Para mí, nuestro amor estuvo siempre sobreentendido (el primer gran error, el primer silencio fallido acerca de algo que debimos decir, sin temor a nuestro ridículo privado; después me he convencido de que el amor tiene siempre, inevitablemente, algo de ridículo) y no había por qué gastar en palabras esa dicha todavía insegura, que parecía siempre próxima a desmoronarse.
A mí me bastaba darme la vuelta y cerrar los ojos, y entonces entraba en casa con la convicción de tu rostro, de tu figura espigada y conmovedora, del brazo en alto agitando los libros.
Y no había nada que comentar, pues al día siguiente llegabas a la clase y estabas sentado allá adelante y miraba tu nuca rubia e indefensa y eso bastaba para recuperar mi tranquilo enamoramiento y esperar de nuevo tu compañía hasta casa y cerrar los ojos y otra vez tenerte.
Nunca pude entender por qué insistías en acercarme a Lucas. Era un intruso, pensaba, y quería rechazarlo, quería negarlo antes de que el ilimitado prestigio suyo que me transmitías, penetrase forzosamente en nuestra disgregada seguridad. Era, por razones obvias, el representante de lo ajeno, de todas las potencias en acecho que iban a desvirtuar para siempre nuestra felicidad modesta, inconfundible, y ya lo execraba antes de conocerlo, lo odiaba sobre todo porque no podía evitar conocerlo. Lo aborrecí fielmente, escrupulosamente, aun después que hube enfrentado su aire desafiante y melancólico, su agresivo modo de sonreír y de callarse, su balanceo mientras escuchaba, sus manos en los bolsillos, su cautela y sus presentimientos.
Acaso te deba un poco de admiración, porque corriste el riesgo. Sin embargo, ese mismo riesgo te intimidó, te obligó a jugarte mezquinamente, a creerte destinado a perder. Yo discutía con Lucas, hablábamos a gritos, y sentía, presentía que estabas efectuando comprobaciones imaginarias, que habías descubierto no sé qué afinidades, no sé qué conexiones profundas y secretas que nos relacionaban a perpetuidad. Mi empecinamiento consistió en no ceder, en conseguir implacablmente un clima de violencia y, lo más desgraciado, en no aclararte nada, en esperar que vieras. Pero no sentías celos ni rabia, ni siquiera impaciencia; estabas tan seguro, tan enternecedoramente seguro y derrotado.
A veces me he preguntado de quién o de dónde te vendrá ese modo oblicuo de vivir la vida, que te hace tan atrayente como despreciable. Ni favoreces la corriente ni te opones a ella. Siempre eliges el sesgo más incómodo, el de testigo implicado.
Querido, nuestro matrimonio no ha sido un fracaso, sino algo mucho más horrible: un éxito malgastado. Toda la felicidad de que disponíamos, que era más sutil de lo que se estila; todo nuestro amor, que era más honesto que nuestro miedo, no han podido con tanto rencor acumulado, con tantas transacciones entre el orgullo y la apatía, con tan inflexible, silenciosa vergüenza.
Sé que fui tremendamente torpe al complicarme en tu decisión, pero tú me humillaste mucho más al aceptarme sin convencimiento, consciente de que no íbamos a estar solos, porque el Otro que habías creado, el Lucas de tu cosecha, se había instalado provisoriamente en ti. Sólo el tiempo necesario para atraer mi incrédula atenció. Sólo once años.
Me he decidido a no poder más, a irme con Lucas. Once años sin pena ni gloria, esperando no sé qué. De ti no venía nada. Llegabas, llegas aún a la tarde y te sientas junto a la radio y pides el mate y hablas del empleo y preguntas por las notas escolares de los chicos y dices que anoche le escribiste a él y me pides que agregue unas líneas y envía, como siempre, "cariñosos recuerdos al buen amigo Lucas". Pero la imagen de mí misma que veo en ti es de veras irreconocible, está llena de extrañeza y de una inevitable, fatigada burla.
Es tan absurdo que seamos los mismos y sin embargo hayamos perdido el valor, la capacidad de sentir asco o simpatía por el destino, por la suerte del otro. Porque no somos los mismos sino copias. Sólo copias veladas.
Once años, tú entendiéndolo todo, esperando mi prevista nostalgia que no llega, tu bendita oportunidad de mostrarte generoso y antiguo sabedor, horriblemente bien informado de mis desesos. De veras, no interesa que te diga ahora: "No puedo más, me voy con Lucas", porque vienes arrastrando once años de espera, porque ésa fue la oraciócon que desde el principio me encomendaste a ti. Después de todo, si siempre lo supiste, y qué repugnante has sido por saberlo.
Nunca me dijiste: "No puedo más. Me voy con Teresa". Siempre puedes, y sin embargo no te irías ahora ni nunca. La conozco, la he visto, he hablado con ella. ¿Te sorprende? Es una buena mujer, que hace lo que puede y te da lo que tiene: un cuerpo admirable que, en definitiva, a ti no te interesa. Nos hemos prometido no decirte nunca que nos conocíamos, pero ya no tiene objeto esa promesa. No la desprecies, no la ofendas. Más bien, protégela, te hará bien. Necesitas proteger a alguien, y yo estoy fuera de tu protección. (A pesar de las apariencias, este modo de escribirte no es cinismo. El cinismo sólo es un residuo del odio, y aún no te odio.)
Tres veces me he visto con Lucas. Todo se hizo como tú, sin decirlo, querías. Pero cómo has esperado este encuentro. Cuánto hubieras dado por oficiar una vez más de testigo implicado, por escudriñar en el fondo de nuestras miradas y descubrir, por fin, la connivencia que profetizabas. Formulado el anuncio, preparaste el terreno, igual que aquellos fabricantes de evangelios que acomodaban la historia a las profecías.
Has pasado once años imaginando el instante de devolverme a Lucas, disfrutando por anticipado de tu sacrificio. Y eras tan inteligente que nunca lo mencionabas, como si nuestra vida imperturbable, nuestro inefable, aborrecido idilio, se alimentara exclusivamente de esa horrible complicidad.
Es necesario que te dé la razón, esa execrable razón que pacientemente has fabricado. Pero no puedo perdonarte. No puedo perdonarte que me hayas hecho preferir a Lucas, cuando era tanto mejor quererte a ti. No puedo perdonarte la sensación de cansancio e impureza que inexorablemente acompañó mi enamoramiento de Lucas, ni siquiera el simple hecho de descubrir que no puedo amarlo a él sin menospreciarte definitivamente. No puedo perdonarte haber llegado a ser tanto pero de lo que quise.
Me decidido a pesar de los niños. Ahora que vamos a encararlo todo con abominable sinceridad, no sólo debo averiguar qué lugar ocuparán ellos en nuestro futuro, sino también qué importancia han tenido hasta aquí. Los hijos unen, dicen (entre los felices), los mejor dotados de ingenuidad. Los hijos atan, dicen, entre los desgraciados, los de más exaltada estupiedez. Tú y yo podemos atestiguar que no nos unieron: ni siquiera nos atan. Ellos también ofician de testigos.
Pero tú esperas los pormenores... Mira, la evolución ha sido perfecta. Desde el primer encuentro, en que hablamos largamente de ti, hasta la próxima cita, dentro de dos horas, en la que pienso leerle tu empalagosa carta. Sólo puedo desprenderme de ti si te desprecio. Y necesito despreciarte. Necesito recibir su mirada de burla y comprensión cuando le lea las palabras mimosas que me dedicas.
No hemos hablado aún del futuro inmediato, pero puedes estar tranquilo, sé que me voy con él. Lo percibo en su modo tendencioso de repasar nuestra adolescencia, en su risa nerviosa e hiriente que estalla a menudo y siempre me hace mal, en la copasiva repulsión con que te menciona, en sus ojos que vuelven a desearme.
Además sé que con él no voy a callar. Quiero desconfiar del sobreentendido, del pudor y de la vergüenza. Esta vez quiero decirlo todo, lo exquisito y lo repugnante, para que nada quede abandonado a la imaginación, para que nada pueda traicionarnos.
Después de todo, te agradezco esa porfiada disponibilidad sin escrúpulos. No necesito echarlo a cara o cruz. Me has ahorrado la angustia de la dignidad, y eso ya es bastante.
Claro, no puede ser éste el amor que alguna vez esperé, ese amor que ya ni sé cómo debía ser, que ya no puedo rescatar del recuerdo. De todos modos, no puede ser este rudimentario deseo de ser tocada por él, sin que nada me importen las opiniones que tuvo y que tiene. No puede ser este histérico anhelo de acostarme con él, sin que me inquieten en absoluto la posible sabiduría de nuestras charlas futuras, la saludable comunión de nuestros ideales y otras aburridas convenciones que solían inquietarme respecto de ti. No puede ser, pero no importa.
Si mi madre me enseñaba, con soberbias palizas, a no hacerme ilusiones, yo he aprendido por mí misma a no hacerme esperanzas. Lucas está aquí, como una limitada, como una insólita, accesible felicidad, y yo, con las disculpables culpas que tú y yo conocemos, y que sólo me molestan como un mal menor, como un dolor de muelas o un lumbago, quiero asir la ocasión, quiero ofrecerme a él, porque él es el presente y yo creo en el presente. Después de todo es la única religión disponible.
Por ahora déjame suponer que los chicos no complicarán tu vida y que tú no complicarás la de quien ya no puede ser tu
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