Mark Twain |
Teníamos que poner en circulación
una nueva conferencia cada temporada (Nasby con el resto), y exponerla en la
llamada “Gala Estrella” en Boston, para un primer veredicto, y ante una
audiencia de 2.500 personas en el viejo Music Hall. Porque los liceos del país
decidían el valor comercial de cada conferencia a través de este veredicto. La
campaña no empezaba en realidad en
Boston, sino en las poblaciones de alrededor. No aparecíamos en Boston, hasta
que no hubiéramos ensayado por lo menos durante un mes en aquellos pueblos y
hecho las necesarias correcciones y revisiones.
El sistema lograba reunir a toda
la tribu de la ciudad a principios de octubre, y pasábamos unos ratos relajados
y llenos de contactos sociales durante unas semanas. Vivíamos en el Young’s
Hotel; pasábamos el día en las oficinas de Redpath, fumando y hablando de
nuestro trabajo y al atardecer nos repartíamos por los pueblos para que nos
hicieran ver lo bueno y lo malo de las nuevas conferencias. El público del campo
es un público difícil; un párrafo que apruebe un simple murmullo puede
representar un tumulto en la ciudad. Un éxito en el campo significa un triunfo
en la ciudad. Y así, cuando finalmente llegábamos a entrar en el gran escenario
del Music Hall, ya teníamos el veredicto en nuestros bolsillos.
Pero a veces los conferenciantes
que eran “nuevos en el negocio” no conocían el valor de aquello que se llamaba
“probarlo primero con el perro”, y llegaban al Music Hall con un producto que
no había sido previamente experimentado. Hubo un caso de este tipo que nos puso
a algunos bastante nerviosos cuando vimos el anuncio. De Cordova - humorista -
era el hombre que verdaderamente nos tenía preocupados. Pienso que tendría otro
nombre, pero se me ha olvidado cuál era. Había estado publicando algunas
cosillas supuestamente humorísticas en las revistas que habían sido recibidas
de forma más o menos favorable y que le habían dado un cierto nombre. Y ahora
se presentaba furtivamente ante nosotros, lo que, ciertamente, nos cogió por
sorpresa. Varios de nosotros nos sentimos verdaderamente incómodos, demasiado
incómodos como para conferenciar. Tuvimos fingidos compromisos que cumplir y
nos quedamos en la ciudad. Ocupamos sillas de primera fila en una de aquellas
grandiosas galerías - Nasby, Billings y yo- y esperamos. La sala estaba llena.
Cuando apareció De Cordova, fue recibido con lo que consideramos era algo que
sobrepasaba el volumen más indecente de cualquier bienvenida. Pienso que no
estábamos celosos, ni siquiera envidiosos, pero aquello, de todas formas, nos
puso enfermos. Cuando me di cuenta de que iba a leer una historia humorística - del manuscrito -, me sentí mejor y
esperanzado, pero todavía nervioso. Tenía un decorado estilo Dickens con un
elevado armazón adornado con tapizados y se había colocado tras él y bajo la
fila de luces ocultas situada sobre su cabeza. Todo el conjunto tenía un
aspecto fino y estiloso y causaba bastante impresión. El público estaba tan
seguro de que iba a mostrarse divertido, que confió en una docena de sus
primeras manifestaciones y se rió con cordialidad – tan cordialmente, cierto,
que casi nos resultaba imposible de soportar – y nos sentimos verdaderamente
descorazonados. Todavía trataba yo de pensar que fracasaría, porque me di
cuenta de que no sabía leer en público.
Al poco, la risa empezó a
relajarse. Luego empezó a durar menos. Después, a perder espontaneidad. Más
tarde, a mostrar bastantes silencios. Los silencios se hicieron más amplios.
Aumentaron en amplitud. Y más. Y mucho más. Ya no había más que silencios, con
aquella voz sin educar y mortecina sonando sobre ellos como un moscardón.
Después la sala se quedó como muerta y sin la más mínima emoción durante los
siguientes y eternos diez minutos. Se nos escapó un profundo suspiro. Debería
haber sido un suspiro de lástima por aquel derrotado compañero de artes
escénicas, pero no: porque éramos mezquinos y egoístas, como el resto de la
especie humana, y se trataba de un suspiro de satisfacción al ver a nuestro
inofensivo hermano caer. Ahora estaba ya apurado y nervioso; se enjugaba la
cara constantemente con el pañuelo, y su voz y sus movimientos eran ya una
humilde llamada a la compasión; parecía que pedía ayuda, caridad; era algo
patético de ver. Pero la sala seguía fría e imperturbable y le miraba con
curiosidad y como preguntándose algo.
Había un hermoso reloj en la
pared, allá arriba. Al poco, las miradas de todos se olvidaron del lector y se
fijaron insistentemente en la esfera del reloj. Sabíamos por funesta
experiencia lo que aquello significaba; sabíamos lo que iba a suceder, pero
estaba claro que el lector no había sido prevenido y seguía ignorante de todo.
Ya eran casi las nueve. Media sala mirando al reloj, el lector a lo suyo.
Faltando cinco minutos para las nueve, mil doscientas personas se levantaron de
sus asientos como en un solo impulso y se lanzaron a los pasillos hacia las
puertas de salida. El lector se quedó como una persona a la que de repente le
ha dado una parálisis. Empezó a respirar con dificultad, a quedarse sin aliento
durante unos cuantos minutos, mirando con un horror pálido aquella desbandada.
Luego se giró pesadamente y se fue alejando del estrado con el paso incierto y
vacilante de uno que camina en sueños.
La culpa la tenía la dirección.
Deberían haberle dicho que los últimos coches suburbanos salían a las nueve, y
que la mitad de la sala se levantaría para marcharse, daba lo mismo quién
estuviera hablando en el estrado. Creo que De Cordova nunca volvió a aparecer
en público.
Mark Twain Autobiografía.
Traducción de Federico Eguíluz.